20.11.09
El último suspiro del Conquistador / XI
Jacinta llegó al hotel pasadas las cinco de la tarde y desde que entró a la pequeña recepción tuvo una mala corazonada. Pidió la llave de la habitación, subió y confirmó que su hombre no estaba allí, y supo de inmediato la razón por la cual se había ido. Se sintió furiosa consigo misma por haber propiciado el alejamiento de Andrés, se desesperó al preguntarse si lograría recuperarlo y se vio forzada a poner en la balanza, con plena honestidad, las razones por las cuales quería estar con él y los motivos por los que su ausencia le dolía: sentía, por una parte, una atracción animal y una empatía inmediata; se excitaba sólo con verlo y su presencia apacible la ponía de buen humor; pero, además, sabía que, por su profesión, Andrés le resultaba necesario para averiguar qué cosa había en realidad adentro de un frasco que había robado años atrás de la casa de un viejo almero chiapaneco. “Lo primero tal vez sea irreparable, pero lo segundo se soluciona fácil”, pensó, entre sollozos, en un rápido ensayo por enderezar su circunstancia; “lo que tengo que hacer es conseguirme otro científico”.
7.11.09
El último suspiro del conquistador / II
La semana pasada dejamos a Jacinta y a Andrés embobados la una con el otro y al revés, en algún hostal próximo a la frontera franco-suiza. Se habían conocido horas antes, en la estación de Montparnasse, cuando ambos estaban a punto de abordar el tren a la nación helvética. En el camino decidieron no llegar a sus respectivos destinos originales (él se dirigía a Meyrin en viaje de estudio, ella a Ginebra en turismo de fin de semana), dirigirse a cualquier pueblo e irse juntos a platicar y a hacer más cosas. Entre una y otra de esas, Jacinta le contó a Andrés que había investigado a los almeros de la cuenca del Usumacinta que se dedican a enfrascar (y a almacenar, en su caso) el ánima --contenida en el último suspiro-- de los moribundos y le expresó su sospecha de que en el aire contenido en los frascos correspondientes había algo más que aire, es decir, algo que ella no sabía qué era, pero que en una de esas resultaba ser realmente, gulp, el alma del individuo. Inicialmente, Andrés recibió la elucubración con el escepticismo propio de un físico próximo a concluir el doctorado. El joven desarrollaba una experimentación de frontera sobre la caracterización del plasma de quark y gluones, o bien con una pequeña aportación a la búsqueda del Higgs y Susy, y no me pregunten qué es todo eso, porque yo nomás transcribo lo que puede hacer un físico mexicano en el laboratorio del CERN en Saint-Genis-Pouilly. Pero Andrés no requirió de una colisión de hadrones para dar cabida en su mente rigurosa a la idea de Jacinta: un par de orgasmos bien trabajados le bastaron para reorientar sus inquietudes teóricas y prácticas, y si la historia resultante fuera cierta, bien podrían haber sido los más trascendentes en la historia del pensamiento científico. Yo no digo que sí ni que no: simplemente consigno la historia tal y como me la contó uno de los participantes, y tampoco revelaré cuál de los dos.
El último suspiro del conquistador / I
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