20.11.09

El último suspiro del Conquistador / XI

Jacinta llegó al hotel pasadas las cinco de la tarde y desde que entró a la pequeña recepción tuvo una mala corazonada. Pidió la llave de la habitación, subió y confirmó que su hombre no estaba allí, y supo de inmediato la razón por la cual se había ido. Se sintió furiosa consigo misma por haber propiciado el alejamiento de Andrés, se desesperó al preguntarse si lograría recuperarlo y se vio forzada a poner en la balanza, con plena honestidad, las razones por las cuales quería estar con él y los motivos por los que su ausencia le dolía: sentía, por una parte, una atracción animal y una empatía inmediata; se excitaba sólo con verlo y su presencia apacible la ponía de buen humor; pero, además, sabía que, por su profesión, Andrés le resultaba necesario para averiguar qué cosa había en realidad adentro de un frasco que había robado años atrás de la casa de un viejo almero chiapaneco. “Lo primero tal vez sea irreparable, pero lo segundo se soluciona fácil”, pensó, entre sollozos, en un rápido ensayo por enderezar su circunstancia; “lo que tengo que hacer es conseguirme otro científico”.

El último suspiro del Conquistador / X

Estando sin estar, flotando en nada, él tuvo la revelación de sus dos nacimientos. El primero: fue parido en la villa de Medellín, Extremadura, un mes de julio, por doña Catalina Pizarro; se crió débil y enfermizo, a orillas del Guadiana, hasta que, a la edad de 14, fue enviado a Salamanca, de donde regresó al hogar paterno con el título de bachiller, pero sin llegar a licenciado. Unos años más tarde viajó a La Española, en donde se ganó la pobreza como escribano. En busca de fama y oro fue a conquistar Cuba al lado de Diego Velázquez, y estando en esa isla, a los 25 años cumplidos, se vio, en el curso de un sueño, cubierto de ricos paños y servido por personas extrañas que lo llamaban teutl, que quiere decir Dios, para su honra y alabanza. Ese mismo día fue dado a luz por segunda ocasión: muchas leguas al occidente de Cuba, en la lejana Tlatelolco, la princesa Papantzin, hermana de Moctezuma Xocoyotzin, regresó del mundo de los muertos para figurarlo, atroz y sanguinario, vencedor de los mexicanos. Oh, madre Catalina que me hiciste débil y astuto; oh, madre Papantzin que, para infortunio de tu pueblo, me pariste fuerte y asesino.

7.11.09

El último suspiro del conquistador / IX

Iván se quebró en el primer encuentro con aquel cliente mayor, una vestida que pedía y daba más ternura que placer y que no hizo nada por humillarlo ni por hacerlo sentir como un vendedor de su propia dignidad, que era como el propio Iván se sentía. Y además iba mal del cuerpo: todas las células de su organismo ladraban por una sustancia que no estaba ahí pero que había dejado su recuerdo doloroso e imperioso. En esas condiciones, Iván no encontró otra salida que llorar su desgracia en los brazos de don Rufina, y ésta no halló nada más pertinente que consagrarse a reconstruir a aquel muchacho.

—Vente a vivir conmigo —le dijo—. Yo te protegeré, te daré de comer, te llevaré a una clínica para que te saquen esa porquería del cuerpo.

El último suspiro del conquistador / VIII

Cuando Jacinta llegó al hospital, Eduviges, su madre, ya había sido dada de alta; la encontró en la recepción, vestida como persona sana, sentada en un sillón más cómodo que la circunstancia y con la vista clavada en los zapatos. “Vámonos, mamá”, le dijo en un volumen bajo que quería llegar a tierno y que apenas lograba ser audible.

El último suspiro del conquistador / VII

Eduviges Manzano, la madre de Jacinta, había esperado muchos meses el momento de hablar con su hija. Y ahora la escuincla mocosa, después de un año de ausencia, aparecía de la mano de un hombre desconocido, le arrojaba un saludo insípido, subía corriendo a la bodega de la azotea a buscar un frasco viejo, no lo encontraba, le venía el sentimiento y se largaba, claro, de tal palo tal astilla, sin ni siquiera saludar, y la trataba a ella (a Eduviges, a E-du-vi-ges-Man-za-no-de-la-To-rre) como si fuera un adorno, no, peor, porque uno se fija en los adornos y toda persona educada tiene que decir por lo menos “¡ay, qué bonito!”; más bien como una basura, como una telaraña molesta; pues que se largara Jacinta con su padre y con la enfermera gorda con la que el idiota se había ido a vivir, dejándola a ella, a Eduviges, en la soledad y en la deshonra, a ver si esos dos perros calientes la volvían a meter al kínder y a la primaria, que es lo que esta canija necesitaba para aprender modales.

El último suspiro del conquistador / VI

La señora Eduviges Manzano, madre de Jacinta, había esperado muchos meses el momento de hablar con su hija. Y he ahí que ésta, tras un año de ausencia, aparecía de pronto, de la mano de un hombre desconocido, le arrojaba un saludo insípido y se dirigía a trompicones a la bodega de la azotea, y cuando descubría que su amorosa mamá había escombrado y limpiado ese espacio, se echaba a llorar, maldecía y se iba de la casa como había llegado, como poseída, jalando tras de sí a ese novio, o amante, o prometido, o lo que fuera; y se largaba sin preguntar por la salud de ella, de Eduviges y, lo más importante, sin preguntar por papá, el hombre de su vida (o sea, la de ella, de Eduviges), el marido trabajador y sin vicios que les había dado todo aunque él había salido de la nada, el humilde joven que empezó a trabajar como mozo en un despacho y que se jubiló como gerente de sucursal, el ser humano discreto que escuchaba y escuchaba y escuchaaaaaaba los problemas ajenos sin abrumar a nadie con los propios, el enigmático cuya vida se encontraba tan bien aceitada que parecía no tenerla, el hombrecillo gris, el reservado que dejó de hablar con ella hasta de las cosas más insignificantes, el adulto mayor que empezó a llenarse de escondrijos y de cajones con llave, el maniático que gritaba “¡no me toques mis cosas!” cuando ella pretendía sacudir y poner orden, el maldito bastardo que acababa de largarse con una enfermera gorda y piruja a la que conoció en el hospital cuando lo operaron de hemorroides; y ella (doña Eduviges, claro), que tan abnegadamente lo había atendido en casa, después de la intervención quirúrgica, que le había limpiado el... el... pues sí: el culo, con el mismo esmero y cuidado con los que pulía el borde de plata del camafeo que heredó de su abuela, ella, Eduviges Manzano, se veía sometida al escarnio y a la murmuración de los vecinos, porque para colmo el desgraciado había sacado sus maletas de la casa a las dos y media de la tarde, justo a la hora en que regresaban de la escuela los nietecitos de la señora Martínez, que es tan chismosa, y se había tragado el coraje y el orgullo y no había querido contarle nada a Jacinta, ni por correo ni por teléfono, para no echarle a perder su estancia en Europa...

* * *

El último suspiro del conquistador / V

El cuarto de servicio de la casa había sido transformado en bodega desde la infancia de Jacinta, y ésta había encontrado allí un refugio frente al orden y la razón de los adultos. En ese cuarto se había resguardado para no hacer las tareas escolares, allí había soñado con viajes a reinos misteriosos y a ciudades mayas vivas, jamás descubiertas por ningún conquistador, por ningún virreinato, por ningún Estado mexicano; allí, en los albores de la pubertad, había leído a escondidas una novela libertina y a ese mismo recinto sagrado, en una tarde inolvidable de su primer año de preparatoria, condujo a hurtadillas al compañero de aula, guapo y atarantado, con el que estrenó eso que Brassens llama “el último regalo de Santa Clós”: fue más emocionante y divertido que placentero, no se atrevieron a desnudarse por completo y llegaron a la edad adulta cubiertos de polvo y de telarañas.

El último suspiro del conquistador / IV

Durante el sobrevuelo del Atlántico en dirección al oeste, Jacinta y Andrés evitaron hablar de lo que harían al llegar al Distrito Federal. Bastante tenían ya con su historia apasionada y absurda que en un abrir y cerrar de ojos había trastocado sus vidas, y ninguno de ellos quería entrar en discusiones ni tocar asuntos escabrosos que pudieran alterar la inmersión en el idilio.

Ella había abandonado sus estudios de maestría y él había desertado de su doctorado, y habían pasado dos semanas encerrados, hablando y transitando de la penetración a la compenetración, en el pequeño estudio parisino de Andrés —por el rumbo deprimente de la Goutte d’Or— y éste no sabía a ciencia cierta la razón de ese disparate. Jacinta le había relatado la historia de un frasco que ella había robado a un chamán del sureste y en el que, ella decía estar convencida, había una materia desconocida y misteriosa; según su propietario original se trataba del alma de un difunto, y ella pensaba que el difunto era nada menos que Hernán Cortés. Más aun, las tradiciones de los enfrascadores de almas sostienen que el fallecido puede ser devuelto a la vida si se espera el tiempo suficiente para que el gas contenido en el recipiente logre, por sí mismo, un estado líquido, y se le pone entonces en contacto con un fragmento de hueso del muerto.

El último suspiro del conquistador / III

No bien había terminado de acceder a la petición de Jacinta, Andrés sintió una desoladora incomodidad intelectual y quiso eludirla por medio de una nueva zambullida en la carne, pero ella lo paró en seco. “Espérate —le dijo—: ¿Cómo, dónde y cuando vas a analizar mi frasco?” Él apartó las manos de aquel cuerpo espléndido ; con un suspiro de resignación, transitó del ámbito del deseo al reino del intelecto e intentó descomponer el problema en sus hechos básicos: “Vamos a ver; tú posees un recipiente y sospechas que adentro de él se encuentra el alma de Hernán Cortés, o de cualquier otro mono, de un muerto equis. Me pides que yo te ayude a analizar el contenido del frasco, pero sin abrirlo; eso no sería problema si el análisis tuviera una dirección determinada, es decir, si tuviéramos al menos preguntas específicas: ¿Composición química? ¿Pre-sión?¿Densidad? Pero lo que tú quieres es que yo determine si ahí adentro hay un alma o no, y eso, simplemente, no hay forma de averiguarlo.”

—¿Por qué?

—Porque nadie conoce la fórmula ni las propiedades físicas del alma, suponiendo que existiera —contestó Andrés con un leve tono de burla—. De hecho, se supone que el alma no tiene propiedades físicas.

—Lo que pasa es que, hasta ahora, nadie ha tenido oportunidad para averiguarlas—porfió ella—. Pero si el alma existe tendría que ser una sustancia muy rara. Lo que yo te propongo es que nos vayamos a México, que pasemos a casa de mis papás a buscar el frasco, que lo llevemos a un laboratorio y que veas si contiene algo más que aire común y corriente.

El último suspiro del conquistador / II

La semana pasada dejamos a Jacinta y a Andrés embobados la una con el otro y al revés, en algún hostal próximo a la frontera franco-suiza. Se habían conocido horas antes, en la estación de Montparnasse, cuando ambos estaban a punto de abordar el tren a la nación helvética. En el camino decidieron no llegar a sus respectivos destinos originales (él se dirigía a Meyrin en viaje de estudio, ella a Ginebra en turismo de fin de semana), dirigirse a cualquier pueblo e irse juntos a platicar y a hacer más cosas. Entre una y otra de esas, Jacinta le contó a Andrés que había investigado a los almeros de la cuenca del Usumacinta que se dedican a enfrascar (y a almacenar, en su caso) el ánima --contenida en el último suspiro-- de los moribundos y le expresó su sospecha de que en el aire contenido en los frascos correspondientes había algo más que aire, es decir, algo que ella no sabía qué era, pero que en una de esas resultaba ser realmente, gulp, el alma del individuo. Inicialmente, Andrés recibió la elucubración con el escepticismo propio de un físico próximo a concluir el doctorado. El joven desarrollaba una experimentación de frontera sobre la caracterización del plasma de quark y gluones, o bien con una pequeña aportación a la búsqueda del Higgs y Susy, y no me pregunten qué es todo eso, porque yo nomás transcribo lo que puede hacer un físico mexicano en el laboratorio del CERN en Saint-Genis-Pouilly. Pero Andrés no requirió de una colisión de hadrones para dar cabida en su mente rigurosa a la idea de Jacinta: un par de orgasmos bien trabajados le bastaron para reorientar sus inquietudes teóricas y prácticas, y si la historia resultante fuera cierta, bien podrían haber sido los más trascendentes en la historia del pensamiento científico. Yo no digo que sí ni que no: simplemente consigno la historia tal y como me la contó uno de los participantes, y tampoco revelaré cuál de los dos.

El último suspiro del conquistador / I

Don Martín Cortés, segundo Marqués del Valle, mandó grabar en la primera tumba de su progenitor, a modo de epitafio, unos versos apresurados:

Padre cuya suerte impropiamente
Aqueste bajo mundo poseía
Valor que nuestra edad enriquecía,
Descansa ahora en paz, eternamente.